Sunday, June 05, 2005

Manipúlelo Usted Mismo

Como ya sabéis, el nacionalismo es una ideología que surgió en el S.XIX, cuando la industrialización empezó a amenazar la cultura tradicional de los pueblos europeos. En aquella época surgieron las grandes ciudades y se extendió la alfabetización. Nació así una clase media urbana semiculta, que manufacturó una falsa nostalgia por un bucólico paraíso perdido. Los nacionalismos se caracterizan por el sentimiento de pérdida: añoran un pasado que nunca existió y luchan, o afirman luchar, para restaurar esa “edad de oro” anterior a la llegada de la imagniaria opresión. Son movimientos profundamente irracionalistas, anteponen los sentimientos a la razón y supeditan la libertad individual a unos falsos “derechos” de la tribu. Inevitablemente, el desarrollo de los movimientos nacionalistas conduce al sacrificio de los individuos en el altar de la pureza étnica: surgen movimientos racistas y violentos que amenazan las conquistas del estado liberal y pretenden restaurar la sociedad preindustrial. Finalmente estallan guerras de secesión o aparecen grupos terroristas. Cuando los nacionalistas logran su objetivo instauran regímenes totalitarios, donde la felicidad de las personas se sacrifica en nombre de la etnia, de la raza, de la lengua.
No es la primera vez que leéis algo así, ¿A que no? Podrían haberlo escrito una docena de intelectuales españoles, al menos. Podría ser un manifiesto del Foro Babel, de ¡Basta Ya!, de la Asociación de Víctimas del Terrorismo. Podría ser una columna de La Nueva España o un fragmento, incluso, de un editorial. He oído tantas veces estos argumentos que no necesité pensar para escribir el párrafo: me salió prácticamente de un tirón. Y eso no me hace ninguna gracia, porque me gusta pensar.
No me gusta que me laven el cerebro. No me gusta que me bombardeen con propaganda ideológica y que me la intenten colar como periodismo, historia o (¡Ja!) filosofía. No me gusta que me traten como un niño, que me intenten convencer de que vivo en el mejor de los mundos y que los disidentes (¡malditos separatistas republicanos!) son tontos, malvados o ambos. Y sobre todo detesto que la historia se convierta en un cuento, en una instructiva fábula sobre los peligros de la herejía y la bondad del régimen vigente.
La historia es un problema demasiado vasto para la mente humana. No es un relato, sino una masa inabarcable de datos inconexos. Se la puede moldear de acuerdo con la ideología de cada uno, puedes escoger este hecho y el otro, darles una interpretación y manufacturar una teoría, pero al final tendrás que dejarte en el tintero otros tantos factores, tan importantes como los que empleaste en tu razonamiento o más. “Interpretar” los hechos significa, en realidad, falsearlos. Por eso los libros de historia envejecen mal: al cabo de los años, nos sirven para comprender la ideología de la época en que fueron escritos, más que la época de la que tratan.
¿Para qué engañarnos? La historia funciona, en realidad, como una herramienta de propaganda ideológica. Legitima o desprestigia ideologías y personajes de otras épocas, con la vista puesta siempre en sus equivalentes actuales. Siempre ha sido así y siempre lo será. La manipulación más sencilla y más efectiva de todas podría llamarse “verdad selectiva”: escoges un crimen del bando enemigo, lo describes fielmente y extraes la moraleja. El truco está en no aclarar el contexto, en no comparar las atrocidades del enemigo con las que cometían “los nuestros” hacia la misma época.
Pues ya está bien de que siempre se diviertan los mismos. ¡Yo también quiero jugar! Estaos atentos a las próximas entradas del blog: ya veréis qué bien nos lo pasamos manipulando.

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