Tuesday, May 17, 2005

El Hombre que se Parecía al Señor Cayo

Le llamamos Franquino porque su familia viene de El Franco. Es un hombre de mi generación, aún no ha cumplido los treinta años que yo sepa, pero por lo demás vive en un mundo totalmente ajeno al de nuestros contemporáneos. Hay un modo mejor de expresarlo: tiene mi edad, pero no pertenece a mi generación.
Franquino no ve la televisión. Durante mucho tiempo ni siquiera tuvo teléfono. Y en cuanto a Internet, su andanzas por la red terminaron nada más abandonar la facultad y sus salas de informática gratuitas. Es un experimento viviente: un ejemplo de lo que podríamos ser todos, si nos hubiésemos criado alejados de un enchufe.
Si a un hombre del año 2005 le quitas todas las inmundicias que la televisión ha depositado en su mente durante decenios, ¿Qué te queda?
Te queda un buen conversador. Un lector voraz. Un tipo con inquietudes políticas. Un hombre que puede sobrevivir sin el zumbido de una máquina o el ronroneo de un motor, conectados constantemente a su cerebro.
Franquino es así. Culturalmente pertenece a la generación de nuestros padres o incluso a la anterior. Ignora todas esas estúpidas referencias televisivas que los demás hemos absorbido durante años, sentados ante la caja tonta. Conoce, sin embargo, leyendas de aparecidos, historias de bruxas, supersticiones sobre animales, rituales para alejar la tormenta, y un caudal inmenso de topónimos y microtopónimos. Cada prado, cada regato, cada roca de Asturias tiene un nombre que ha llegado hasta nuestros días sin figurar en ningún mapa, y si falta un Franquino que los conserve en la memoria, esos nombres mueren.
A mí me gusta hacer senderismo, me gusta encontrar paisajes sin urbanizaciones, pero cuando me adentro por el monte estoy tan perdido como un madrileño. Franquino, en cambio, no sólo conoce prácticamente todas las rutas de Asturias, sino que disfruta parándose a charlar con los paisanos. Ahí me tienes a mí, a punto de soltar la típica madrileñada: “Buenos días, buen hombre, qué hermosas vacas”, y Franquino mientras tanto emprendiendo una auténtica conversación de paisanos con el sujeto. Me gustaría poneros un ejemplo de lo que dicen, pero es que ni siquiera soy capaz de imitar sus charlas.
Quería hablaros de Franquino porque ha logrado una hazaña. Somos muchos los que intentamos aferrarnos a la cultura asturiana, los que luchamos para evitar que desaparezca, pero sólo él lo ha conseguido. Sin escribir un solo libro, sin editar un solo disco, sin perder un minuto grabando leyendas y cantares por los pueblos.
Simplemente, Franquino vive nuestra cultura. Tan fácil y tan difícil como eso. Merece la pena conocer a gente como él para recordar, de vez en cuando, por qué luchamos. Vale la pena luchar por un mundo donde los niños jueguen por la calle, los abuelos sigan contando cuentos y la gente se dedique a perder el tiempo, sí, a cotillear, sí, a erguirse y mirar un momento qué buena mañana hace.
La cultura asturiana tradicional era una forma de ser humano. La cultura consumista postindustrial, es decir, El Diario de Patricia y Parque Principado, es una forma de exprimir a los humanos como si fuesen limones. La televisión nos dirá qué pensar y en qué gastar nuestro dinero, Parque Principado se ocupará de recogerlo después.
Al final, estamos luchando por ser libres.